Café de Invierno
Guadalupe Cabria
Melodía de la ciudad
El silbido del viento se propagaba por las veredas olvidadas y vacías. Las hojas secas abrían paso al crudo invierno que se llevaba consigo hasta las almas más honestas, dejando las gélidas calles atestadas de esqueletos sin carne y títeres sin cabeza.
Greta se paseaba despreocupada y sin prisa sobre los adoquines, que se desmoronaban tras su vagar; parecía no importarle la blanca y álgida ciudad que se desplegaba a su alrededor.
Su avejentada figura se dejaba llevar por la brisa invernal, esquivando los diminutos copos de nieve en un baile lúgubre. Con cada paso que daba, más se alejaba de su pasado; cada vez bailaba más acelerada, al ritmo del viento, en busca de algo que acallara su mente. Frente a sus ojos, una cafetería antigua y decadente, que permanecía indeferente al paso del tiempo.
El sonido metálico cesó
con la tormenta que arrasaba la ciudad.
Una vez adentro, sus chuecos y oxidados huesos dejaron atrás aquel frío intenso. En la última mesa, oculta para aquellos que contemplaban desde afuera: una mujer, etérea y misteriosa, sostenía una taza de café entre sus dedos delgados y macilentos.
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Su mirada se teñía de un color oscuro. Parecía haberla estado esperando pacientemente. Greta se fue acercando, un poco endurecida por el frío corrosivo. Se acomodó en el asiento y analizó cada centímetro de su rostro en una fracción de segundos. Escamosa, gélida, cadavérica, casi un reflejo suyo.
—¿Cómo has estado?— soltó la mujer con una voz ronca y reposada, luego de siglos de sepultura, convencida de su antiquísima relación con Greta.
—Bie.. bien— respondió Greta, desconcertada.
—Está helando afuera, ¿por qué no tomas un café para que te caliente las tripas?—
—¿Un café?— dijo Greta sin entender a que se refería la extraña mujer.
Le hizo un gesto con la mirada, señalando la mesa. Un café humeante invadió los sentidos de Greta. Bebió un sorbo y sintió como el líquido fluía por todos sus conductos y la abrazaba en medio de la blanca ciudad.
—¿Cómo va tu enfermedad?— interrogó la mujer, fingiendo
ignorancia.
—Veo que ha carcomido tu cabeza y moldeado tu esqueleto— añadió antes de dar un sorbo profundo.
Greta permanecía inerte ante sus palabras.
—Demasiadas pastillas, tratamientos costosos e inútiles.. ¡Una ingenua a decir verdad!— escupió sin miedo a ofenderla.
—Sola, en esta ciudad de mala muerte; tus hijos, tan cerca y tan lejos, olvidando que alguna vez tuvieron una madre o que siquiera estuvieron dentro de una mujer, quién ahora se pudre en las noches opacas del abandono, imaginando la tranquilidad que le traerá reposar despojada de cargas y lamentos.
Tomó un trago para apaciguar el impacto de sus palabras. De repente, para Greta, se esclareció todo y aquella figura ya no le resultaba más una desconocida. Hacía mucho tiempo que ansiaba tenerla cara a cara.
—No crees que es tiempo de...
—Tiempo de qué— interrumpió Greta.
Se llevó la taza a la boca, sujeta entre alambres afilados, y dio un último sorbo.
—Quizás antes valía la pena, quizás antes existía un hilo de esperanza del que pendías... pero todo aquello que te ataba se esfumó en la inmensidad de esta tierra, ya nada te retiene Greta, solo el sufrimiento y la desdicha que te falta atravesar. He visto la forma en la que fantaseas sobre tu propia extinción.
Greta no pudo contener las palabras. Sus mejillas se humedecían.
—Hace tiempo ya que no encuentro la belleza en el canto de los pájaros, o la tristeza en los poetas deprimidos.
Ni el océano anaranjado, ni las voces de mis hijos pueden despertar en mí una gota de nostalgia. El mundo se desmorona bajo mis pies y no me importa, la vida es eso que pasa mientras nado hasta hundirme, y no me importa. La última vez que me sentí en paz, fue cuando el teléfono resonaba en las paredes y yo me ahogaba en mis propias lágrimas. Estoy segura de que mi ausencia traerá un punto de equilibrio en este mundo...
Greta la miró a los ojos, tenían un color oscuro, como las sombras nocturnas que te hacen compañía durante las infinitas madrugadas. Logró distinguir una turbulencia dentro de su iris, que le revolvía los intestinos. Contempló el ventanal que enmarcaba la ciudad invernal en una pintura eterna. Volvió la mirada a la mujer, pero ahora se encontraba detrás de ella, con su mano huesuda reposando sobre su hombro. Contempló por última vez sus arrugadas manos, escuchó por última vez el silbido del viento, cerró los ojos y sintió como la frialdad de su extremidad corrompía las capas de abrigo y se adueñaba de su alma.